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María Elena Ramírez Aguirre (1925)
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Desde la cuna, y aún antes, Elena Ramírez Aguirre gustó del fandango. No podía ser distinto, pues es miembro de una familia de músicos en Tlacotalpan. Sus ojos infantiles atestiguaron los fandangos que en honor de la Virgen de la Candelaria se organizaban en la plaza Hidalgo y en el barrio de San Miguelito, allá por los años veintes y treintas. Veía cómo participaban en ellos sus abuelos, sus padres, sus tíos y primos.
“Mi familia, toda, fue bailadora de fandango”. Y ella aprendió también. Enseñó a sus hijos, sus primeros pupilos. Luego a otros niños. Se ha convertido en maestra de varias generaciones. Elena, doña Elena, ha puesto a bailar a medio Tlacotalpan. Y sus hijos han puesto a bailar a medio Xalapa, a medio Veracruz y a varios cientos de españoles.
Elena de la Luz Ramírez Aguirre nació en 1925 en Tlacotalpan, en la misma casa donde vive ahora, conocida por todo el pueblo. Todos saben que si no se encuentra ahí, se encuentra en la Casa de la Cultura, dando clases de zapateado, como lo ha hecho durante 35 años. Ahora tiene a su cargo tres grupos diferentes de niños, jóvenes y adultos; en total, enseña diariamente a 120 personas. Los más pequeños tienen cuatro años.
Ahí la encuentra esta reportera, después de buscarla con la mirada, afanosamente, entre la fila que serpentea al ritmo del Colás sobre una tarima de madera. Allá está, atrás de los más grandecitos, corrigiendo a los más pequeños. Se distingue su cabeza blanca. Lleva un vestido azul cuya falda vuela al dar las vueltas. Tiene una enorme vitalidad, que no se agota en 60 minutos. No para hasta que el reloj indica que ha concluido la clase.
Parece muy estricta. Observa con atención a sus alumnos, se fija en sus movimientos, los endereza sin detenerlos, va de uno a otro. Cuando ve personas extrañas en su clase, sonríe sin detenerse; al acercarme a solicitar una entrevista, dice con firmeza: “sí, pero ahorita estoy ocupada”, y se aleja para continuar con labor.
Una vez que termina y arregla sus pertenencias para irse, pregunta, curiosa y no sin reservas, a qué se debe la visita. No parece estar acostumbrada a las entrevistas, a pesar de que ha concedido algunas tras los homenajes que las autoridades y el mismo pueblo le han rendido en últimas fechas. Modesta, dice no saber por qué le han dado tantos reconocimientos.
Persona de hablar sencillo, dicharachero, campirano, no puede negar el acento jarocho; cuando habla parece que canta o que rima, como los decimeros de la cuenca. Tal vez por ese origen suyo, gusta de los sones “bravos”: el Toro Zacamandú, el Buscapiés “y tantos otros”. Habla de éstos como sus sones favoritos, aunque aclara que la Bamba y el Colás son los primeros que aprenden a bailar los niños. “La Guacamaya, la Candela, el Pájaro Cú, ¡uh! hay muchos”.
“Lo que me da vida es estar con mis niños aquí”, confiesa con una sonrisa franca, una vez que se siente cómoda.
“Luego me dice mi hijo: ‘¿vas o no vas?’ No’mbre, ¡cómo crees que no voy a ir!”, exclama al hablar del entusiasmo que le produce su clase, en la que a veces le ayuda otros de sus hijos.
Habla rápido, abundante. Ataja las preguntas y contesta aún antes de escucharlas completas. Sus pequeños ojos, empequeñecidos aún más detrás de los lentes negros, se iluminan cuando habla de su pasión, el baile.
Pero ésa no es su única pasión. Poco a poco descubro otra.
Haber nacido en Tlacotalpan le permitió a doña Elena aprender de su madre y sus tías a hacer el majestuoso vestido de jarocha. Coser, a mano y a máquina, y aprender el tejido en telares de madera, conocido aquí como “bolillo”, fue otra de las cosas inevitables en su vida.
De impecable blanco, con su delantal negro bordado de flores de colores, lleno de encaje, el traje de jarocha es todo un arte. Y doña Elena lo domina. Es otra tradición que está a salvo con ella. Desde pequeña admiraba a las mujeres que lo portaban con donaire, paseándose por las plazuelas y calles de su pueblo en las fiestas.
Ahora ella diseña el vestuario para los niños y niñas, y le da al grupo todo un aire de ballet folklórico.
Confiesa cuál es su deseo: “Quisiera que todos, como dijo una persona por ahí, fueran como yo, que siempre estoy dispuesta a dar todo lo que sé. A la edad que tengo confecciono trajes de jarocha. Vienen las señoras a preguntar cómo se corta el traje, traen la tela y les digo cómo hacerle, cómo pegar el encaje, todo. Y yo quisiera que todos hicieran lo mismo, porque yo me voy a morir y el día de mañana van a decir: ‘si me hubiera enseñado…’”
Cuando le pregunto por su vocación por los niños, admite: “Hay que tenerles mucha paciencia a los más pequeños. Luego me paro a preguntarles si de veras, de gusto, están haciéndolo, porque yo lo he demostrado”.
–Para bailar fandango, ¿hay que ser alegre?
–El fandango es un baile muy alegre, es lo que les digo a los niños, que ya el que se sube a una tarima se sube por alegría. Entonces hay que demostrarla riéndose, con el valor que lleva uno para hacerlo.
–El tlacotalpeño es alegre por naturaleza, ¿no es así?
–Pues aquí tenemos de todo, pero todo dice que debemos ser alegres.
Se siente orgullosa de que muchos de sus alumnos vengan de las rancherías cercanas y hasta de otros municipios a aprender con ella. Interesada por la formación de los instructores de la Casa de la Cultura, ha echado mano de su hijo Ernesto para que los maestros de la academia Nandehui que él dirige en Xalapa los capaciten aún más.
Doña Elena ha gozado la alegría de los bailes pero también ha sufrido, a la par de su pueblo y de su gente, los desastres naturales. Por estar a la ribera del río Papaloapan, Tlacotalpan suele inundarse. A sus juveniles ojos, la inundación de 1944 fue la peor, la más desastrosa. En aquella ocasión huyó, junto con su familia, a Alvarado, ciudad vecina que también florece al lado del río de las Mariposas. Cuando todos regresaron, le cambiaron el nombre a su calle, en honor a la ciudad y puerto que los acogió durante la adversidad. Ella está orgullosa de vivir en la calle Puerto de Alvarado. Está agradecida con la generosidad de su gente.
De la inundación más reciente, en septiembre de 2010 recuerda que fue “increíble”, y casi rebasó la de 1969.
Pero ni estas adversidades han vencido el coraje de los talcotalpeños. Nada ha podido con su alegría. Mucho menos con sus tradiciones. Doña Elena revela, entre extrañada y orgullosa a la vez, que en los años setentas resurgió el furor por el son jarocho, el zapateado y las tradiciones musicales que se estaban perdiendo.
“Hay mucho músico, mucho; no son menos de 40 jóvenes, adultos y niños que están tocando el arpa, jarana, requinto, de toda clase de instrumentos”. Se refiere a quienes han formado sus grupos musicales y sus ballets folklóricos, como Siquisirí, Estanzuela, Mono Blanco, como Cirilo Promotor y Evaristo Silva, conocidos no sólo en México sino en otros países del mundo.
Hospitalaria, invita a su casa, sin conocerlos, a quienes registraron su voz, su rostro y sus movimientos en las cámaras de foto y video, en la grabadora, para hacer esta pieza y contar sobre ella. Otorga su dirección sin empacho, pues todo mundo la conoce.
Antes de despedirse, cuenta, entre risas y con todo detalle, una anécdota. Dice que en una ocasión fueron a ver a su hijo, que es carpintero, unos señores que llevaron madera, provenientes de otra ciudad. Sin quererlo, destruyeron las flores sembradas en su jardín. Aunque no les creyó cuando se comprometieron a reponérselas –“sí, cómo no, ¿me siento? ¿o cuándo me las vas a traer?” les dijo, incrédula –, un día llegaron a Tlacotalpan con rollos de flores para sembrar. Como se perdieron, tuvieron que preguntar por la casa de doña Elena. Grande fue su sorpresa cuando un niño, de tan sólo 8 años de edad, los escuchó y los guió hasta la casa de quien era su maestra de zapateado.
Divertida por la admiración que esto provocó en esas personas, doña Elena ríe. Ríe y advierte: “donde quiera que pregunten les dirán dónde vivo”.
Autora Vivian Martínez
FUENTE EL BLOG DE HORAS EXTRAS
http://horasxtra.wordpress.com/2012/02/22/la-buena-semilla-de-dona-elena/